domingo, 19 de febrero de 2017

Cerebros sitiados

Clara Luz Domínguez Amorín


"Comprender que hay otros puntos de vista es el principio de la sabiduría".
Thomas Campbell
Se enoja. Su rostro refleja la ira y la impotencia de no poder lograr, siempre, convencer a los demás. No comprende las opiniones ajenas, ni concibe que alguien piense diferente; no acepta sugerencias, tampoco variantes.
El cerebro se aferra a una única razón y credo: su verdad, la cual esgrime contra cualquier razonamiento o lógica. Cree conocerlo todo y no admite réplicas.
Ante la adversidad que significa otra propuesta, queda enmudece y se obceca, molesta, hasta la rabia viva. No se desgarra las ropas en el arrebato, porque eso desmerecería su posición y cargo, pero lo desea profundamente. Ante tamaña ignominia de llevarle la contraria, monta en cólera.
Es incapaz de entender la importancia de los criterios de su entorno, de nutrirse de ellos, de compartir y respetar el derecho de cada persona y la libertad de expresar cuanto siente y piensa. Esa percepción radical le lleva a imaginar que el mundo está en su contra y necesita defenderse.
Va por la vida imponiendo, ordenando, criticando; jamás razonando. Todo está claro y en orden y solo se debe cumplir su dictado prediseñado, preestablecido; así, será feliz.
De vez en vez tropieza con seres pensantes, esos que se exponen y mantienen criterios, los dispuestos a dialogar, pero también, a discutir con argumentos reales, quienes no se dan por vencidos en pos de los sueños… Estos son los peores, lo hacen rabiar hasta casi el infarto, no se dan cuenta de que su prepotencia es una enfermedad crónica.
Abrir la mente y que las ideas vuelen libres en intercambio es hermoso y sano, pero tarea aún imposible para cerebros sitiados.

Soy un hombre de centro

Silvio Rodriguez (Tomado de Segunda Cita)

Soy un hombre de centro. Empecé por nacer, sin darme cuenta, para verme en el centro de la vida. Todavía era un niño cuando me arranqué de mi familia para lanzarme al centro de la noche, con la yesca de una cartilla y un manual. No mucho después llegué al centro de mi mismo, con un arma en la mano, defendiendo un país que llegaba a su centro. Había llegado al centro de la conciencia colectiva y aún no conocía el centro de la existencia humana. Ese centro supremo me esperaba en las intimidades de una joven. Y fue el centro del mundo, del goce y el dolor, de la dicha y la muerte, relámpagos, diluvios. Del desierto anterior y esa humedad llegué al centro de mis palabras. Al centro de espasmos le di vida a inocentes. Al centro de la amistad hice un credo y desafié montañas. Al centro de la muerte he sobrevivido a mis propias miserias. Y si adelante hay algún centro allí estaré, en la neblina fantasmal de millones de nombres que continúan en el centro de todo, aprendiendo a nacer.