Por: Elías Argudín
Le sucedió a una amiga hace poco. El ortopédico se equivocó en el tratamiento, le indicó un yeso cuando no lo necesitaba, y si ella no hubiese andado de prisa, les aseguro que lo más probable hubiese sido que hoy fuera manca.No pocos entre sus conocidos le advirtieron a la muchacha. “¡El tratamiento para tu mal, no lleva inmovilización!”, pero ella, con toda lógica, decidió confiar en la persona más indicada. Sin embargo, el galeno estaba equivocado, erró, sin tener justificación alguna para hacerlo.
Ese tal vez pudiera estar entre los casos más dramáticos, pero, desgraciadamente, no es el único en una cadena de ejemplos que aquí podrían enumerarse con un origen común: ¡El fraude académico!
Evidentemente, ese muchacho quiso graduarse a toda costa ¡y lo logró! Con toda seguridad, en sus tiempos de estudiante copió de sus compañeros o acudió a su realización cargado con un arsenal de “chivos”. Y ahora el muy mañoso pasa por médico, mientras sus pobres pacientes se ven obligados a pagar las consecuencias.
No resulta necesario apuntar que por su esencia, la Revolución es antifraude por excelencia. Así lo ha demostrado a lo largo de todos estos años. El combate contra cualquier manifestación del fenómeno fue tenaz y sin cuartel desde aquel mismísimo 1ro. de enero de 1959 cuando la vida adquirió otro sentido y comenzó a escribirse con aires renovadores y caracteres de justicia.
Si bien es verdad que el fraude nunca se erradicó totalmente, por lo menos logramos confinarlo a un rincón y reducirlo a casos aislados de alumnos que copiaban de otros o sacaban un “papelito” en medio del examen.
Pero los tiempos cambiaron y no en todos los casos ha sido para bien. La era digital, signada por la crisis, en algunos ha sacado a flote lo peor de la especie humana. Son cada vez más los que rinden culto a la filosofía de tener y tener, sin detenerse a medir las consecuencias del cómo, y ya para algunos vender o comprar una prueba no significa un crimen de lesa humanidad.
¿Qué hacer para evitar tales amoralidades? Resulta para algunos la interrogante de orden ante la fuerza que cobra cada día un hecho cuyas consecuencias nefastas van mucho más allá de la malsanidad que presupone el acto fraudulento en sí mismo, ya sea el obtener una calificación a partir del conocimiento ajeno o lucrar a partir de la comercialización de una prueba.
Quien se acostumbra a obrar de manera retorcida lo hará así siempre y ante cualquier circunstancia que le ponga la vida.
Para acabar con el problema algunos hablan de mayor control y exigencia, otros abogan por mejores clases y por consiguiente alumnos más preparados que no sientan la necesidad de cometer fraude para poder aprobar; también están quienes piden a gritos sanciones severas y ejemplarizantes.
Concordamos con unos y otros. Es menester chequear y requerir, a fin de prever y evitar; si el estudiante sabe y domina la materia no sentirá pavor a la hora de enfrentarse al examen; algo tan cierto como que el dejar hacer crea un clima de impunidad que atenta contra el orden y la moral y resulta muy dañino en la formación de las personas.
Sin embargo, hay que ir a las raíces. La aspiración suprema de un país que quiere y reúne las condiciones para formar los hombres más cultos y nobles del planeta, no debe ser solo contar con personas que no cometan fraude, no solo porque no lo necesiten, se sepan vigilados o teman a la rigurosidad de una sanción.
Es preciso luchar por una sociedad formada por individuos que no se permitan tamaña desfachatez debido a que va contra sus propios principios y tienen conciencia del daño implícito en el orden individual y colectivo. Yo sé que no es fácil; no obstante, con el concurso de todos y una batalla que sea de todos los días, sin teques ni formalismos, creo que puede lograrse.
No serán pocos quienes ahora mismo me estén acusando de soñador, pero por suerte no soy el único. Recomencemos, y hagámoslo con mayor pujanza; créanme, vale la pena.
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