El recorrido
triste de un corcho
Por: Miguel Carrandi Castro
Vivo en la punta de una loma. Inclinación urbana
que, en mis años de infancia, fue el circuito competitivo donde se
materializaron memorables torneos de chivichana entre los muchachos de la zona.
Todos los días llegaban niños de cualquier parte con sus rústicas escuderías al
hombro, dispuestos a demostrar sus habilidades cuesta abajo. A cualquier hora
se escuchaba el contagioso chirrido de las cajas de bolas haciendo tajos en el
asfalto. La Fuerza de Gravedad proporcionaba el necesario combustible a las
armazones de madera y metal por lo que una vez terminada la travesía recorríamos
el camino de vuelta a la cima para comenzar otro aventurero viaje. Así era siempre,
salvo cuando llovía, pues resultaba muy difícil tripular aquellos mágicos
artefactos sobre el pavimento mojado.
Entonces teníamos otro juego que seguramente más de
uno en mi barrio recuerda con agrado ¡Las carreras de corchos! Entre la acera y
la calle una profunda zanja devenía rio artificial por donde navegaban las
mencionadas cortezas flotantes, no importa si de una botella de refresco, vino
o jarabe. Todos teníamos un tarugo de esos guardado para la ocasión y por
increíble que parezca había algunos emblemáticos por su rápido desplazamiento y
capacidad para sortear obstáculos.
Ya nada en la loma de mi infancia es igual. Las
chivichanas parecen no despertar el mismo interés en las nuevas generaciones y ¡qué
decir de las carreras de corchos! Los más jóvenes sólo han escuchado a los de
mi generación hablar de ellas con nostálgica añoranza. La zanja sigue ahí, en
el mismo lugar, y corchos que floten hay por doquier. Por mi parte conservo aún
aquel tapón sintético que tantos buenos momentos me regaló, aunque creo que
nunca más lo usaré con ese fin. Mas, si algo aprendí de aquella sana recreación,
es que no en todos los casos el más adelantado se erige ganador.
Hay hombres y mujeres con espíritu de corcho. Van
por la vida flotando a donde la corriente los lleve, no interesa si el rumbo
tiene que variar de manera radical. Lo importante es navegar. Estos monigotes
del viento se caracterizan por sonreír siempre hacia arriba. Los identifica una
rara habilidad para estar de acuerdo: como si su cuello estuviera equipado por
un extraño resorte que provoca en su cabeza el eterno movimiento afirmativo. Son
seres de proceder impredecible, pues su falta de criterio los convierte en
marionetas de titiriteros anónimos, aunque a veces todo el mundo sabe quien mueve
los hilos.
Sufren de peligrosos trastornos de identidad: unos
cuando hablan contigo y otros cuando lo hacen de ti. Poseen un don para cambiar
el pasado: ayer los viste actuar de una manera y ya hoy eso nunca sucedió. Por
regla general padecen de pérdida de memoria y, cuando la soga se aprieta un
poco, aplican la técnica de: “donde dije digo, digo Diego”.
El propio Dante Alighieri no podría ubicar sus almas
en ninguno de los círculos del infierno, pues sus acciones los acomodan en
cualquiera estrato de esa geografía. Supongo que hasta para el propio demonio
debe ser incómodo tener un secuaz que, invariablemente, dice sí a todo.
Como lobos con trajes de oveja cortados a la medida,
crecen bajo el manto de oportunismo dejando en el camino una larga estera de
excesos. Para satisfacción de la mayoría en algún momento la zanja se seca o su
vertiginosa y desbocada carrerita de corcho se ve trunca por una piedra que
interrumpe su avance. En ese punto los devora el olvido, ocupan el oscuro espacio de lo intrascendente
porque su escalada no estuvo mediada por el talento. Simplemente fue la
hija huérfana de las circunstancias.
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