A la UNEAC
ICL
MINCULT
ICAIC
He leído con atención la nota oficial publicada en el periódico
Granma el día 2 noviembre 2013 y en la cual se avisa de la decisión
tomada por el Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros en cuanto a
prohibir, con efecto inmediato, toda actividad de las salas de
proyección de películas en 3D operadas por propietarios privados, así
como de los salones de juegos de computadoras. El presente mensaje breve
que les envío tiene que como objeto el expresar –pese a que no tenga
importancia alguna para algo que ya se decidió y aplicó- mi desacuerdo
con la medida, en particular todo lo que en ella propone -a propósito
del consumo cultural – una suerte de oposición entre los conceptos calidad y banalidad dado las inquietantes consecuencias que ello tiene a nivel social.
Pienso que si bien cualquier Estado tiene el derecho y la obligación
de regular y normar las actividades económicas que en el territorio que
abarca son realizadas, ninguno lo tiene para decidir (y esto es de lo
que principalmente trata el conflicto) cuál debe de ser el consumo
cultural de sus nacionales. Al Estado le corresponde la obligación de
facilitar una mejor educación y disfrute de la cultura realmente
universales, durante la ejecución de sus proyectos esboza y presenta la
meta de aquello que considera la virtud ciudadana respecto a la relación
entre el individuo nacional y la cultura; pero como tal el Estado no es
un maestro ni la sociedad un conjunto de estudiantes sentados en los
pupitres de un aula permanente, sometido a exámenes periódicos de
habilidad y temeroso de obtener bajas calificaciones o de una vez por
todas suspender. Dicho de otro modo, el Estado es un enorme facilitador,
no un juez severo (lo cual queda para el mundo sangriento de la
guerra)..
Tan continuada insistencia en el tema de la banalidad, fantasma que
en las más diversas intervenciones sobre cultura nacional aparece una y
otra vez, hace pensar que en algún punto existe (o tendría que existir)
algo así como el ser banal, especie de arquetipo negativo del consumidor
cultural. En este punto, lo más difícil de entender (y aceptar) es que
–coexistiendo con el consumo cultural de (o con) calidad- igual debe de
existir espacio de existencia para el consumidor “banal”.
En este sentido, ser banal es una más entre las opciones de
realización que una sociedad sana tiene para sus sujetos y los
individuos poseen todo el derecho a consumir, sin la interferencia del
Estado, los productos culturales del nivel jerárquico que así deseen, en
especial los del nivel más bajo desde el punto de vista de la estética.
Esto último resulta fundamental, ya que la efectividad de una
democracia se prueba en la capacidad de acción (de realización, de vida)
que de manera concreta existe para aquellos portadores del límite
negativo del proyecto.
Más allá de esto, y acaso lo principal, es que el fantasma de la
banalidad fabrica una figura de supuesta alienación y que,
prácticamente, equivale a un nuevo enemigo social, puesto que se trata
de alguien que insiste en mantenerse “externo” a la supuesta corriente
sana de la calidad en el consumo; entonces, contrario a ello, no sólo es
necesario defender el ser banal como un derecho humano, sino denunciar
la falsedad de establecer equivalencias entre la calidad del consumo
cultural de la persona y el altruismo, sentido solidario y valor de su
aporte social.
Se pierde la brújula cuando –en lugar de orientar la discusión hacia
la erosión de la solidaridad, los logros en el trabajo, la pérdida de
amor o bondad en el trato entre las personas, el aumento del egoísmo,
etc.- la energía se moviliza para extraer, de la “calidad” del consumo
cultural, indicadores que alumbren la dinámica de los flujos sociales;
como si la pregunta al reflejo pudiese sustituir el encuentro con el
objeto.
Para mayor confusión, mientras que en una entrevista a Fernando
Rojas, vice-ministro de Cultura (27/10/2013) este afirma que el
Ministerio de Cultura estudia medidas que aplicar para que las salas 3D
tributen a la política cultural de la Revolución, política cultural que
Rojas señala que es una sola, en la nota oficial del Comité Ejecutivo
del Consejo de Ministros (2/11/2013), apenas una semana más tarde, es
ordenado el cierre inmediato de tales salas y nada deja entrever que
vayan a ser reabiertas. Con esto, y por más que la nota insista en que
la medida no constituye un retroceso en la nueva política económica del
país, de forma implícita acaba de consagrar el principio de que ningún
nuevo oficio tiene posibilidades de existir hasta tanto no sea imaginado
y comprendido por las más altas autoridades político-económicas del
país.
Vale la pena señalar que -a reserva de algún descubrimiento- las
películas proyectadas en las salas de video 3D (he asistido a tres
diferentes) son las mismas que en cualquier sala de video del circuito
estatal o en la televisión. Realmente es difícil entender de qué se
habla cuando de la intervención de Rojas se deriva que lo normal de
estas salas de video 3D es promover “mucha frivolidad, mediocridad,
seudo-cultura y banalidad, lo que se contrapone a una política que exige
que lo que prime en el consumo cultural de los cubanos sea únicamente
la calidad.”
Por desgracia, la ecuación entre frivolidad, mediocridad,
seudo-cultura y banalidad en absoluto es clara en el presente en que
vivimos y hace ya más de 20 años que un conocido teórico cultural
llamaba la atención acerca de que, en modo alguno, un espectáculo de
Madonna (trabajado a un altísimo nivel organizacional, profesional y
tecnológico) podía ser considerado “baja cultura”; cuando un fenómeno
como el Cirque de Soleil hace de ese viejísimo entretenimiento una nueva
forma de arte; cuando la amplia gama que va de la computadora al
teléfono digital cambia la comunicación, el entretenimiento e incluso
las formas de producir y consumir arte; cuando el refinado arte de la
ópera encuentra, gracias a la canción popular, nuevos públicos.
Todo ha cambiado, incluso las bases en las cuales encuentra su apoyo el diseño de las políticas culturales.
Las prohibiciones constituyen cierres que niegan todo camino al
diálogo, tanto en el presente como en un futuro situado a distancia
razonable (préstese atención a la fuerza que en la nota oficial cobra el
adverbio ‘nunca’) y, al cortar esa posibilidad, de inmediato dirigen la
intensidad del poder (la enormidad del aparato administrativo y
discursivo que lo conforma) en contra de procesos, actitudes y cosas.
Lo sorprendente que presenciamos aquí es la deriva según la cual una
política pública (en este caso la “política cultural”), de servicio,
cobra autonomía y se constituye en un objetivo en sí misma, por encima
de los cambios que hayan tenido lugar en la temporalidad; es por eso
que, aunque débil e incompleta, alguna explicación es ofrecida en cuanto
a la prohibición de las salas de video 3D, a la vez que prácticamente
nada es dicho acerca de la prohibición de los salones de juegos de
computadora. En este punto queda la amarga sensación de que la retórica
(vieja) ha sido incapaz de elaborar algún discurso coherente para
enfrentar a la (nueva) realidad.
Al final, y esta es la parte más nociva de las prohibiciones, es que
actúan como si lo único que existiese fuesen las normativas y el control
de un lado, mientras que del otro el objeto o la práctica que eliminar;
de tal modo, puesto que no se discute, queda privado de voz (sin que
tampoco se le ofrezca respuesta alguna) lo que –a mi entender- es lo más
importante: la alegría. Dicho de otro modo, el hecho de que la cantidad
de alegría que a diario se manifestaba en los lugares ahora cerrados
(salas de video 3D y salones de juegos de computadoras) proviene de
miles de personas concretas que allí gozaban de su tiempo libre, mis
hijos, mi esposa y yo entre ellas. A estos les ha sido negado algo que,
muy rápidamente, aprendieron a considerar como parte del disfrute y a
cambio reciben absolutamente nada.
Puesto que, junto con todo lo hasta aquí dicho, es loable exponer a
la más severa crítica pública todo producto cultural que estimule el
racismo, el machismo, el sexismo, la violencia, la prevalencia del
dinero y sus formas de generar dominación por sobre la amistad, la
solidaridad o el amor, pienso que, entre otros muchos temas, varios de
los que motivan la presente intervención merecen ser discutidos en
algunas de las Comisiones que realizarán su trabajo durante el venidero
Congreso de la UNEAC. Por tal razón comparto preocupaciones y dudas con
quienes, como ustedes, son mis colegas. Es algo que hago con la
convicción de que debemos de discutir mucho, pero no con las pasiones de
la agitación y propaganda, sino con la desgarrada profundidad de la
ciencia.
Victor Fowler Calzada
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