lunes, 1 de octubre de 2012



El recorrido triste de un corcho
Por: Miguel Carrandi Castro
Vivo en la punta de una loma. Inclinación urbana que, en mis años de infancia, fue el circuito competitivo donde se materializaron memorables torneos de chivichana entre los muchachos de la zona. Todos los días llegaban niños de cualquier parte con sus rústicas escuderías al hombro, dispuestos a demostrar sus habilidades cuesta abajo. A cualquier hora se escuchaba el contagioso chirrido de las cajas de bolas haciendo tajos en el asfalto. La Fuerza de Gravedad proporcionaba el necesario combustible a las armazones de madera y metal por lo que una vez terminada la travesía recorríamos el camino de vuelta a la cima para comenzar otro aventurero viaje. Así era siempre, salvo cuando llovía, pues resultaba muy difícil tripular aquellos mágicos artefactos sobre el pavimento mojado. 
Entonces teníamos otro juego que seguramente más de uno en mi barrio recuerda con agrado ¡Las carreras de corchos! Entre la acera y la calle una profunda zanja devenía rio artificial por donde navegaban las mencionadas cortezas flotantes, no importa si de una botella de refresco, vino o jarabe. Todos teníamos un tarugo de esos guardado para la ocasión y por increíble que parezca había algunos emblemáticos por su rápido desplazamiento y capacidad para sortear obstáculos.

Ya nada en la loma de mi infancia es igual. Las chivichanas parecen no despertar el mismo interés en las nuevas generaciones y ¡qué decir de las carreras de corchos! Los más jóvenes sólo han escuchado a los de mi generación hablar de ellas con nostálgica añoranza. La zanja sigue ahí, en el mismo lugar, y corchos que floten hay por doquier. Por mi parte conservo aún aquel tapón sintético que tantos buenos momentos me regaló, aunque creo que nunca más lo usaré con ese fin. Mas, si algo aprendí de aquella sana recreación, es que no en todos los casos el más adelantado se erige ganador.     
Hay hombres y mujeres con espíritu de corcho. Van por la vida flotando a donde la corriente los lleve, no interesa si el rumbo tiene que variar de manera radical. Lo importante es navegar. Estos monigotes del viento se caracterizan por sonreír siempre hacia arriba. Los identifica una rara habilidad para estar de acuerdo: como si su cuello estuviera equipado por un extraño resorte que provoca en su cabeza el eterno movimiento afirmativo. Son seres de proceder impredecible, pues su falta de criterio los convierte en marionetas de titiriteros anónimos, aunque a veces todo el mundo sabe quien mueve los hilos.
Sufren de peligrosos trastornos de identidad: unos cuando hablan contigo y otros cuando lo hacen de ti. Poseen un don para cambiar el pasado: ayer los viste actuar de una manera y ya hoy eso nunca sucedió. Por regla general padecen de pérdida de memoria y, cuando la soga se aprieta un poco, aplican la técnica de: “donde dije digo, digo Diego”.    
El propio Dante Alighieri no podría ubicar sus almas en ninguno de los círculos del infierno, pues sus acciones los acomodan en cualquiera estrato de esa geografía. Supongo que hasta para el propio demonio debe ser incómodo tener un secuaz que, invariablemente, dice sí a todo.                
Como lobos con trajes de oveja cortados a la medida, crecen bajo el manto de oportunismo dejando en el camino una larga estera de excesos. Para satisfacción de la mayoría en algún momento la zanja se seca o su vertiginosa y desbocada carrerita de corcho se ve trunca por una piedra que interrumpe su avance. En ese punto los devora el olvido,  ocupan el oscuro espacio de lo intrascendente porque su escalada no estuvo mediada por el talento. Simplemente fue       la hija huérfana de las circunstancias.

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