lunes, 22 de octubre de 2012

lunes, 15 de octubre de 2012

Por amor a una dama añil

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Por: Clara Luz Domínguez Amorín

“(…) Si mis ojos te abandonaran, si la vida me desterrara a un rincón de la tierra, yo te juro que voy a morirme de amor y de ganas, de andar tus calles, tus barrios y tus lugares (…)”; “Habana, hermosa Habana, lindo es tu Prado, lindas son tus calles, bello es tu mar (…)”; (…) Si no existieras, yo te inventaría (…)”.
Poetas y artistas, a través del tiempo, se han inspirado en nuestra azul ciudad para derramar lirismo y sentimiento. Fayad Jamís, Gerardo Alfonso, Los Zafiros… entre otros muchos,  se dejaron conquistar por la musa que emerge del mar y, como guardiana feroz, la custodia, entonces, atrapados en la magia de sus contrastes, se rindieron ardientes a regalarla con el mejor verbo nacido del corazón.
No solo pensaban en la antigua Habana, la del casco histórico y antiquísima hermosura, ni en las anchas avenidas de Miramar, ni en el disfrute del siempre deseable y largo muro abrazador de las aguas del Caribe, a la vez, bañado por ellas, (el Malecón o “sofá de la añoranza” como lo llamó un colega, quien se declara su eterno enamorado), sino en cada barrio, callejuela, graffitti, pared derrumbada, parque y solar…
Y es que el embrujo irradiado por ella envuelve a hijos naturales y adoptivos, pero también a foráneos, quienes al dejar su rastro en los andares, vuelven una y otra vez a por más del hechizo.
Por eso causa profundo dolor el ver descuido, indolencia, abandono; provoca pesar contemplar a los que debieran además de amarla, protegerla y, sin embargo, tiran basura por doquier, rompen bancos en los parques, escriben obscenidades en paradas, vulgares graffitis en paredes, profanan monumentos, embadurnan estatuas, arrancan flores y plantas, cuelgan jabas de basura en árboles cual adornos de una sucia navidad…
También enoja la dejadez y acomodamiento de algunas empresas e instituciones, las cuales lejos de preservar la pulcritud y el cuidado para el bien común, simplemente, con total despreocupación, abandonan calles rotas, salideros convertidos en lagos, obras mal acabadas, donde al arreglar un desperfecto crean otros y es mayor el daño causado que el beneficio.
Es tiempo de tomar cartas en el asunto, despertar conciencias, aplicar serias medidas si necesario fuera, mostrar el costo para el país de cada arreglo, reparación, de cada ladrillo y bloque utilizado en la mejora del entorno y educar en valorar el esfuerzo.
Es tiempo de que cada obrero, trabajador, ama de casa…, en fin, cada individuo residente o visitante en nuestra Habana, no solo clame su orgullo apasionado por la dama vestida de añil, sino, además, la respete, vele por su suerte y la defienda con nobleza combatiente en todos sus rincones.
Yo, por mi parte, adoro su hidalguía palpitando en mis raíces, tanto, que solo el aire aspirado en ella es aliciente para mis pulmones, por eso, haría todo para vislumbrarla impecable. Que conste, amigo, ¡lo digo sin chovinismos!


lunes, 1 de octubre de 2012


LA FAUNA HUMANA



Miguel Carrandi Castro

La realidad política y social de Cuba es un enigma para buena parte de los visitantes foráneos. Buscan en esta nación un paradisíaco ambiente turístico, construido y cimentado por el andamiaje publicitario. Playas, tabaco, ron y el divino color miel de las mulatas, son los argumentos fundamentales de su motivación. Fuera de esos estímulos, conocen muy poco sobre esta isla caribeña satanizada por los grandes medios de comunicación  masiva.
Algunos de los mencionados viajeros llegan con la certeza de que la llave del Golfo es un país comandado por una regia dictadura militar y autoritaria. Creen que sus habitantes viven presos en sus confines geográficos y son víctimas de los excesos de quienes gobiernan a punta de cañón.
Como toda mentira, el mito se derrumba en poco tiempo. El turista, paranoico y temeroso en principio, observa otra realidad muy distinta. Hace poco, una amiga mexicana me preguntó qué opinión tenía sobre Cuba. Aturdido por la brusquedad de la interrogante, alegué que vivía en el mejor país del mundo. Bastaron fracciones de segundos para comprender que mi respuesta carecía de solidez, más, cuando quien la da- en este caso yo- no cuenta con los elementos comparativos indispensables para lanzar semejante sentencia.
Dispuesto a rectificar comencé mi explicación: En Cuba la infancia no tiene otra preocupación más que estudiar, sobre ellos no gravita la responsabilidad de contribuir a la economía familiar. Se les ve sonrientes a la salida de la escuela. Corretean por las calles sin miedo a ser secuestrados para materializar el oscuro trueque de inocencia por moneda. No son acechados por expendedores de drogas, ni la amenaza de ser alcanzados por una bala  de trayectoria incierta. Somos gente hospitalaria. El abismal contraste que muestra, en un mismo entorno, la desmedida opulencia de algunos y la gris miseria de otros no existe en Cuba, al menos no de manera tan notable. Las oportunidades de superación personal no dependen de la billetera de papá que reúne centavo a centavo, con disciplina de monje tibetano, para que el niño pueda asistir, cuando le llegue el momento, a la Universidad.   
Continué enumerando bondades de nuestro sistema social. Sentía que podía estar toda la tarde hablando sin parar, pero fui interrumpido por mi interlocutora. Otra nueva duda la asaltaba: “Todo eso que dices es verdad, lo he podido constatar en el tiempo que llevo de visita. Pero, si son manifestaciones tan evidentes, que cualquiera las percibe, ¿por qué hay cubanos que tienen otra visión del gobierno?” Buena pregunta, supongo que tiene su respuesta en lo profundo de la naturaleza humana, inconforme per se. 
Sin ánimo de pretender descubrir el agua tibia, diré que  hay cuatro tipos de cubanos: los que lo ven todo mal, esos a los que podría salvárseles la vida en una operación a pecho abierto y aun así continuarían viendo solo oscuridad y perfidia. En contraposición aparece el personaje para el que todo está bien, suerte de ciego incapaz de vislumbrar que toda obra humana es perfectible y por tanto apelar a una falsa impecabilidad es también una actitud nociva. Ambas especies no abundan dentro del país, se han ido extinguiendo por su anatomía poco razonable y su carácter privado de dialéctica.
Otros dos arquetipos conviven y conforman la totalidad de la fauna pensante dentro del territorio nacional, aportando entre las dos el mayor número de prosélitos. La primera, más lúcida  que los antes descritos, es aquella que reconoce las virtudes de la  Revolución, pero percibe más pifias que éxitos en ella. Como el francotirador que acecha a su objetivo desde la distancia, así andan detrás del más mínimo desliz que aporte a su balanza subjetiva otro argumento inclinado hacia lo negativo. Encuentran en cada desatino estatal un raro y vacío sabor a victoria.
Cierra el cuarteto otra variedad, acaso la más iluminada. Son aquellos que lejos de regodearse con lo mal hecho intentan transformarlo. Existen orgullosos de formar parte de un pueblo valiente, que no responde a presiones externas de los poderosos y anda por el mundo con la frente en alto. A este tipo de cubano le sangra el alma ante la indolencia de esa fracción a la que parece no importarle medio siglo de historia. En su báscula predomina la hermosura del acierto sobre la desilusión y el yerro. Estos últimos son los imprescindibles. Espero que mi amiga mexicana lo haya comprendido.          

La acuarela de la vida

Por: Miguel Carrandi Castro

“Yo veo el verde cuando tú me dices
una palabra de esperanza.”
Jesús  Orta Ruíz

La mayoría de los seres humanos un buen día pensamos que ya crecimos suficiente. Empacamos la valija del alma con sonrisas, lágrimas y otros pasaportes, para descubrir la vida despojados de tutela. En ese instante la mirada vuelve atrás y repasa con nostalgia la inocencia de tiempos anteriores. Pero esta, ya rezagada, da paso al espíritu ansioso por alzar vuelo hacia desconocidos derroteros. 
Creemos entonces que el mundo nos pertenece y, por tanto, se someterá a la conformidad de nuestro antojo. Así comienza la travesía individual por las avenidas de la existencia. Desandado sus entrecalles, tropezamos con la arcilla que nos moldea como piezas únicas e irrepetibles: dolor, enfermedad, ausencia, llanto, abrazos, amor, compañía, voluntad, estas y otras serán  las herramientas utilizadas por el destino para mostrarnos el valor de aquello verdaderamente importante.  
Dos morrales aumentan considerablemente en peso y tamaño: uno carga alegría, el otro tristeza. Ambos son necesarios. Resulta imposible ponderar en justa medida la compañía cuando nunca la soledad ha tejido el velo de las noches. También vienen los traspiés…, siempre ocurre. Pero el vigor de la juventud los evade. Pasan los años y el pecho se agita cada vez más, cuesta trabajo cicatrizar algunas heridas que no sangran, ¡pero como desgarran!
El cuerpo se va cansando con el devenir de las estaciones. En cada invierno nuevo, una cuota de desengaño nos recuerda que no somos invencibles. Conocedores de nuestras limitaciones naturales, la sosegada razón irá tomando el control donde antes campeaba la pasión y el desenfreno.       
Descubriremos que la vida tiene colores. Así es ella, llena toda de raras gamas que la retocan haciéndola especial y misteriosa. En ocasiones se presenta de un extraordinario azul celeste, como la sonrisa de un niño. Otras, muestra el escarlata de la pasión. También suele vestirse con matices otoñales cuando la desesperanza arrebata terreno a la ilusión y, en consecuencia, muere un sueño bajo la oscura sombra de la cobardía.
No atreverse a vivir a plenitud, maniatar la energía creadora, entumecer el cuerpo con inercia y silencio por temor a equivocarse, equivale a un error imperdonable. Pero de los cobardes mejor no hablar, padecen del triste daltonismo de quienes solo destilan cordura. Volvamos los tonos imposibles de apreciar a simple vista. Esos que solo se revelan frente a la pupila del alma.
Los amigos también tienen matices: muestran el brillo limpio de aquello que posee luz propia. Luminiscencia que, con acciones, eres responsable de alimentar y celar.
En cambio, aquellos que solo simulan y vienen ataviados con falsas maneras son eclipses ambulantes, seres intrascendentes que desaparecen y luego nadie recuerda. Diferenciarlos constituye una tarea difícil, a la vez que imprescindible. Durante el viaje lo comprenderemos: muchas manos ciñeron la nuestra, pero pocas eran  totalmente sinceras. No siempre, aquel que la aprieta con más fuerza al estrecharla está dispuesto a desafiar tiempo y distancia, para materializar el raro milagro de multiplicarse en otro ser. Privilegio pregonado por muchos, pero reservado solo a aquellos que cultivan la fraternidad en el resbaladizo terreno de la confianza.
Aprenderemos a divisar esa paleta de colores que en la convulsión de la adolescencia resultó difícil distinguir. Cada minuto es una nueva oportunidad para adornar tu universo personal y el de quienes te rodean. Entrega sin recelo, recibe sin codicia, elévate con humildad, avanza con la verdad como combustible y se feliz que la vida es una acuarela.           


El recorrido triste de un corcho
Por: Miguel Carrandi Castro
Vivo en la punta de una loma. Inclinación urbana que, en mis años de infancia, fue el circuito competitivo donde se materializaron memorables torneos de chivichana entre los muchachos de la zona. Todos los días llegaban niños de cualquier parte con sus rústicas escuderías al hombro, dispuestos a demostrar sus habilidades cuesta abajo. A cualquier hora se escuchaba el contagioso chirrido de las cajas de bolas haciendo tajos en el asfalto. La Fuerza de Gravedad proporcionaba el necesario combustible a las armazones de madera y metal por lo que una vez terminada la travesía recorríamos el camino de vuelta a la cima para comenzar otro aventurero viaje. Así era siempre, salvo cuando llovía, pues resultaba muy difícil tripular aquellos mágicos artefactos sobre el pavimento mojado. 
Entonces teníamos otro juego que seguramente más de uno en mi barrio recuerda con agrado ¡Las carreras de corchos! Entre la acera y la calle una profunda zanja devenía rio artificial por donde navegaban las mencionadas cortezas flotantes, no importa si de una botella de refresco, vino o jarabe. Todos teníamos un tarugo de esos guardado para la ocasión y por increíble que parezca había algunos emblemáticos por su rápido desplazamiento y capacidad para sortear obstáculos.

Ya nada en la loma de mi infancia es igual. Las chivichanas parecen no despertar el mismo interés en las nuevas generaciones y ¡qué decir de las carreras de corchos! Los más jóvenes sólo han escuchado a los de mi generación hablar de ellas con nostálgica añoranza. La zanja sigue ahí, en el mismo lugar, y corchos que floten hay por doquier. Por mi parte conservo aún aquel tapón sintético que tantos buenos momentos me regaló, aunque creo que nunca más lo usaré con ese fin. Mas, si algo aprendí de aquella sana recreación, es que no en todos los casos el más adelantado se erige ganador.     
Hay hombres y mujeres con espíritu de corcho. Van por la vida flotando a donde la corriente los lleve, no interesa si el rumbo tiene que variar de manera radical. Lo importante es navegar. Estos monigotes del viento se caracterizan por sonreír siempre hacia arriba. Los identifica una rara habilidad para estar de acuerdo: como si su cuello estuviera equipado por un extraño resorte que provoca en su cabeza el eterno movimiento afirmativo. Son seres de proceder impredecible, pues su falta de criterio los convierte en marionetas de titiriteros anónimos, aunque a veces todo el mundo sabe quien mueve los hilos.
Sufren de peligrosos trastornos de identidad: unos cuando hablan contigo y otros cuando lo hacen de ti. Poseen un don para cambiar el pasado: ayer los viste actuar de una manera y ya hoy eso nunca sucedió. Por regla general padecen de pérdida de memoria y, cuando la soga se aprieta un poco, aplican la técnica de: “donde dije digo, digo Diego”.    
El propio Dante Alighieri no podría ubicar sus almas en ninguno de los círculos del infierno, pues sus acciones los acomodan en cualquiera estrato de esa geografía. Supongo que hasta para el propio demonio debe ser incómodo tener un secuaz que, invariablemente, dice sí a todo.                
Como lobos con trajes de oveja cortados a la medida, crecen bajo el manto de oportunismo dejando en el camino una larga estera de excesos. Para satisfacción de la mayoría en algún momento la zanja se seca o su vertiginosa y desbocada carrerita de corcho se ve trunca por una piedra que interrumpe su avance. En ese punto los devora el olvido,  ocupan el oscuro espacio de lo intrascendente porque su escalada no estuvo mediada por el talento. Simplemente fue       la hija huérfana de las circunstancias.